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30 Enero 2016
Mi experiencia AQUABUS en Formentera
Mi experiencia AQUABUS en Formentera
Siempre he detestado hacer cola. La gente lo hace para todo, como si fueran incapaces de organizarse unos a otros sin acabar en un acalorado conflicto. Sin embargo, escribo estas líneas para explicar una aventura que comenzó precisamente de esta manera. Compré los billetes para el ferry AQUABUS de Ibiza a Formentera casi por casualidad. Bueno, debo reconocer que fue por la amabilidad de una promotora que encontré visitando el puerto de la capital ibicenca.
A diferencia de lo que insinuaba uno de mis prejuicios más convincentes, la espera para entrar al barco fue diametralmente opuesta a las que tenía en mi memoria. El buque nos esperaba en el puerto de Vila, un enclave maravilloso y de contrastes salvajes. Los lugareños pasean por las calles del barrio de la Marina junto a la algarabía que arrastran las islas desde el inicio de la temporada turística. A un lado, los negocios enfocados a satisfacer casi todas las necesidades que uno se pueda imaginar. Al otro lado, la zona amurallada de Dalt Vila, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año 1999, hipnotiza a todo el que tiene la osadía de tratar de mirarle el alma. Impresionante.
Con este choque de emociones todavía fresco conseguí subir al buque, que zarpó con la suavidad propia de las aguas tranquilas hacia la inmensidad azul del
mar Mediterráneo. Por delante me esperaban 40 minutos de libertad con olor a salitre. La muralla, esta vez desde el costado derecho, fue la última en despedirme hasta entrar en las aguas de las reconocidas Platja d’en Bossa y es Cavallet. Un delicioso aire aderezado con sal añeja me alertó de que algo había cambiado. El motivo no fue otro que la entrada en el Parque Natural de ses Salines, un enclave único en el mundo que combina una infinidad de especies animales y recursos naturales con la llegada de millones de visitantes cada temporada. Sus aguas ocultan kilómetros de posidonia oceánica, el alga encargada de que el mar de las Pitiüses parezca un entramado de cristales invisibles.
Entrar la zona denominada es Freus me despertó de mi letargo. Las aguas embravecidas me dieron la bienvenida al viaje. Dejamos a nuestra derecha la isla des Penjats y divisamos s’Espalmador, uno de los islotes de la pitiusa menor más reconocidos en el ámbito mundial y seguramente uno de los más bellos del archipiélago balear. No hicieron falta cantos de sirena para atracar en Formentera completamente embelesado. La totalidad de mi cerebro ya estaba embriagado por una sucesión incalculable de imágenes muy cercanas a la perfección.
Mi experiencia AQUABUS terrestre no fue menos apasionante. El personal del ferry se encargó de indicarme el camino hacia mi nueva parada, donde recogería el medio de transporte que me llevaría por algunos de los rincones más impresionantes de Formentera. Estuve tentado de poner a prueba mi anestesiada capacidad pulmonar con una bicicleta de montaña, pero desistí en el intento. Todo era demasiado perfecto hasta el momento. Al final se impuso la lógica y un pequeño coche descapotable se convirtió en mi nuevo compañero. Le llamé Mike, en honor a un joven y simpático borrachuzo que conocí en una partida de billar en Las Vegas. A todas tus pertenecías tienes que ponerles nombre, es algo que aprendí hace años.
Nunca imaginé que una isla tan compacta podría hacerme sentir también a mí tan pequeño. Algo de culpa tuve, todo hay que decirlo. Mis gafas de sol ocultaban un asombro eléctrico a cada kilómetro que devoraba con pasión. Los estanques situados en el corazón del parque me multiplicaron las tonalidades de los colores mientras el sendero serpenteaba entre dunas, donde la vegetación parece reposar para siempre en una ondulación perpetua de arena blanca. Ya en la playa de ses Illetes, divisar desde la costa y entre la bruma los islotes ibicencos es Vedrà y es Vedranell infunden un aura de soledad de un atractivo mágico. Como si el tiempo pidiera a gritos que le quitaran las pilas para detenerse para siempre.
Entonces, me encaramé a una pequeña colina de roca, donde las aletargadas lagartijas autóctonas fueron las únicas en percatarse de mi presencia. El choque fue brutal, como cuando un antiguo amor te reconoce un interés ya olvidado. Ante mis ojos toda la isla me presentó su magnitud. Flanqueado por ses Illetes y es Migjorn, dos playas que se pelean por un palmo de isla, sentí flotar para siempre. Pero no sería la última vez que me sucedería.
Con el buche vacío decidí visitar la población más carismática de Formentera. Sant Ferran es el centro neurálgico de una isla que no tiene centro, pues todo está disperso. Los habitantes caminan a pasos lentos, como si caminar hacia ninguna parte debiera hacer siempre sin prisa, para saborear cada una de las zancadas. Apenas una cabezada para saludar tanto a amigos como a desconocidos y, como fue en mi caso, para preguntar la dirección del siguiente destino. Buscaba el faro de el Cap de Barbaria. “Allá podrá verlo todo y no ver nada”, aseveró un vecino octogenario que me indicó la dirección con una precisión de cirujano. “Yo no he ido desde 1992. Tuve que esconderme allí de la pasión que había por los Juegos Olímpicos. Me molestaba”, concluyó mientras tapaba su prominente frente con una boina raída, como si quisiera preservar su tranquilidad aunque la agitación llegara desde cientos de kilómetros de distancia.
Partí después de degustar yo solo una deliciosa paella para dos. Y postre. La carretera que lleva al faro es un viejo camino de asfalto que parece dispuesto únicamente para la ida. “Ya verá como para la vuelta ha desparecido”, me indicó otro formenterense. Al adentrarme en un pequeño bosque, las ruedas de mi descapotable rozaban a ambos lados el límite de la calzada y, de frente, la construcción inmortal me daba la bienvenida desde lejos. Estacioné cerca, pero no demasiado. No quería molestar. Abrí la guantera y saqué un vaso de cristal y una botella de J. T. S. Brown que había comprado hacía dos décadas para una ocasión especial. Sabía que esta sería la adecuada. Me senté en un pequeño banco y miré el tiempo a los ojos. Y, de nuevo, todo se tornó azul y plata. Miré atrás y constaté que el camino se había esfumado. “Se lo dije”, me comentó el hombre octogenario mientras encendía y cigarro y se servía una copa. No le faltaba razón: desde entonces sigo allí sentado.